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jueves, 24 de abril de 2014

Vicente Monclús, anarquista aragonés preso en los Gulags de Stalin




22 de abril de 2014, por CGT Aragón y La Rioja

El historiador Luis Antonio Palacio autor del libro “Tal Vez el día Aragoneses en la URSS (1937-1977)” nos presenta la tremenda historia del anarcosindicalista aragonés Vicente Monclús que pasó quince años presos en los gulags de Stalin.

Vicente Monclús Guallar, nacido en Abiego (Huesca) en 1913, llegó a la Unión Soviética a mediados de enero de 1939 en el marco de la Operación X, en función de la cual la URSS proveería de armamento y asesores técnicos a la acosada República española. Era uno de los 186 jóvenes españoles que conformaban la cuarta expedición de alumnos que debían recibir clases de pilotaje de caza en los aeródromos de Kirovabad, en el Caúcaso. Al igual que la adquisición de armas, el coste de los cursillos se sufragaría con las 507 toneladas de oro de las reservas del Banco de España -el famoso “oro de Moscú”- trasladado a aquel país en los primeros meses de la conflagración.

Los futuros pilotos no llegaron en buen momento: el ambiente amistoso y relajado en que se habían desarrollado los cursos anteriores se había ido enrareciendo paulatinamente conforme crecía la intensidad de las purgas internas desatadas en la URSS desde mediados de 1937. Los roces entre el comisario político Mirov y algunos de los alumnos, procedentes de organizaciones antifascistas nada afines al comunismo soviético, se habían convertido en una enojosa rutina. Esa soterrada tensión alcanzaría su máximo exponente el día en que Mirov anunció a los jóvenes pilotos que los combates en España habían finalizado, con la derrota definitiva de la República. Las acusaciones del comisario soviético contra organizaciones como la CNT-FAI, a las que responsabilizaba del desastre, soliviantaron el ánimo de algunos españoles. Especialmente los de quienes, como Vicente, militaban activamente en la organización anarcosindicalista. Al estallar la guerra el joven se había alistado voluntario en las fuerzas republicanas, con las que había combatido en Aragón y Levante formando parte de la 127ª Brigada de la 28ª División, para pasar después al campo de aviación de La Ribera (Murcia), donde debía cursar estudios de piloto. Aunque su rifirrafe dialéctico con Mirov no fue más allá, bastaría para marcarle ante sus anfitriones soviéticos y, peor aún, ante los delegados e informadores del Partido Comunista de España.

El final de la conflagración marcó también el de los cursos. Tocaba ahora adoptar una resolución en torno al destino de los frustrados alumnos. La oferta rusa para que permanecieran en la URSS no acababa de ser del agrado de muchos de ellos y el regreso a España no era una opción que pudiera tenerse en cuenta, así que buen número de ellos solicitaron viajar a Francia o México, y una treintena larga se mostraron dispuestos a sumarse a las fuerzas chinas que luchaban contra los japoneses.

Su decisión no agradó ni las autoridades soviéticas ni a la cúpula del PCE, que estaba llegando al país tras abandonar España. En las semanas siguientes la oferta de permanencia fue periódicamente renovada y en un lento goteo bastantes de los alumnos se resignaron a quedarse e integrarse en sus estructuras productivas. Entre quienes cedieron no se contaría el de Abiego, quien enseguida se reveló como uno de los líderes de aquel grupo de “refractarios” que preferían irse. A la espera de futuros acontecimientos, éstos fueron trasladados a la lujosa Casa de los Sindicatos de Zanki (Jarkov), donde perdieron todo contacto con quienes habían sido sus compañeros. Si bien lo ignoraban, el final de la guerra también había atrapado en la URSS a tres millares de niños españoles refugiados de guerra y a decenas de tripulantes de los nueve buques republicanos inmovilizados por los soviéticos en los puertos de Murmansk y Odessa, en algún caso desde finales de 1937.

El 2 de mayo de 1939 todo el grupo emprendió viaje hacia la región de Moscú. Su destino era la Escuela Política de la Internacional Comunista de Planiersnaya, donde se les impartirían clases de formación política, a las que algunos se negarían a asistir. Durante su estancia menudearon las visitas de líderes comunistas españoles, que intentarían disuadirles, con mayor o menor éxito, de su idea de salir del país. En cuestión de semanas la situación se deterioraría tanto que cundiría el rumor de que tres miembros del PCE -José Fusimaña, Pelegrín Pérez Galarza y José Sevil- habían tramado un plan para asesinar a varios de los alumnos más reacios a asistir a clase.

Los meses pasaban sin avance perceptible alguno y los jóvenes se decidieron a solicitar la asistencia de algunas embajadas extranjeras capaces de influir en las autoridades soviéticas, unas gestiones que pronto se mostraron infructuosas. A finales de agosto el Pacto Germano-Soviético acabó de enconar los ánimos y Vicente protagonizó un duro enfrentamiento verbal con el presidente de los Sindicatos. Ante el cariz que tomaban las cosas, asustados, algunos optaron por claudicar; no así Vicente ni varias decenas de sus compañeros, que se encastillaron en su rotunda negativa a colaborar o integrarse. El 17 de diciembre de 1939, Vicente y Agustín Puig eran recibidos por el jefe del Negociado del Ministerio de Asuntos Exteriores de la URSS, a quien transmitieron los deseos de más de una treintena de alumnos de que se les entregasen pasaportes para trasladarse a México. Durante algún tiempo su osadía pareció capaz de obtener resultados, ya que el 23 de enero de 1940 el ministro de Exteriores Molotov recibió a una segunda delegación y se mostró receptivo a sus demandas, pero en última instancia lo único que iban a conseguir sería una violenta reacción por parte del PCE. Dos días después, Vicente y siete de sus compañeros eran detenidos y trasladados a la prisión moscovita de Butiskaya, donde fueron sometidos a un grotesco simulacro de juicio ante un “tribunal” formado exclusivamente por varios delegados del PCE, que no vacilaron en solicitar la pena de muerte para todos ellos. Por fortuna los soviéticos impidieron que tan odiosa farsa tuviese un trágico desenlace, aunque no por ello el destino de los ocho acusados iba a ser menos dramático: en los días posteriores los esbirros del régimen intentaron arrancarles una confesión de espionaje a base de someterles a brutales palizas. Incidirían particularmente en el banal incidente ocurrido en Londres durante su viaje a la URSS, cuando varios de ellos abandonaron el buque que les transportaba para visitar la capital británica durante unas horas.

Contra viento y marea, se mantuvieron firmes: en la prisión se multiplicaban las ejecuciones y sabían que en ello les iba la vida. Conseguirían salvarla, pero en un segundo proceso todos fueron condenados a ocho años de internamiento. Vicente y cuatro de sus compañeros fueron embarcados en un tren que les conduciría al ártico junto a otros dos mil prisioneros. A lo largo de ocho días de hambre y miseria -450 hombres murieron durante el traslado- el convoy se internó en la taiga hasta llegar a la confluencia de los ríos Bucherdat y Siberne Dvina, donde los supervivientes abordaron el barco que debía llevarles hasta el remotísimo enclave de Ouquina. A partir de allí, durante más de dos semanas siguieron a pie el trazado de la nueva vía férrea que uniría Cutlas con Vorkuta, en la que trabajaban decenas de miles de presos. En torno suyo, sumidos en un fantasmal mundo de hielo y muerte, famélicos grupos de presos trabajaban penosamente entre montañas de nieve.

Allá en Moscú habían quedado sus compañeros, aterrorizados por la súbita desaparición de sus ocho colegas. La más pura desesperación les llevaría al extremo de solicitar la intervención de las embajadas de Italia y Alemania, las odiadas potencias fascistas contra las que habían combatido en suelo español. Sin embargo la implicación de esos bizarros aliados de la URSS no serviría de mucho y apenas unas decenas de alumnos, niños y marineros lograrían abandonar el país antes de que el 22 de junio de 1941 el ataque germano contra la Unión Soviética pusiera un abrupto fin a las gestiones. Quienes no hubieran logrado salir para aquel entonces comenzarían un largo calvario por los campos de concentración soviéticos y sólo algunos conseguirían regresar a España a bordo del Semíramis en abril de 1954, junto a los últimos prisioneros de la División Azul.

A su llegada al campo, los cinco españoles se hallaban en pésimo estado: Juan Navarro sucumbiría a las pocas semanas y Luis Milla, trasladado por estar gravemente enfermo, nunca volvería a ser visto con vida. Con ellos penaban hombres de todas las nacionalidades -17 en el grupo de 25 trabajadores en el que formaba Vicente-, entre los que se contaban abundantes militantes comunistas que en su día habían buscado refugio en la URSS. Las condiciones de vida eran penosas y embrutecedoras: los internos se encargaban de crear un pasillo a ambos lados de la línea férrea, a base de talar el bosque y desbrozar el terreno. Trabajaban como bestias y recibían por todo alimento un poco de pan negro, col, harina hervida y algo de pescado. Aquel invierno el termómetro descendería hasta los 55º bajo cero y los prisioneros morirían en masa. Algunas fuentes cuantifican en alrededor de un millón el número de reclusos muertos en esa región entre agosto de 1940 y noviembre de 1941.

La única esperanza estribaba en la huida, pero ¿adónde ir? En cientos de kilómetros a la redonda no había otra cosa que un bosque congelado. La frontera finlandesa -la más cercana- estaba a más de mil kilómetros de distancia, sin caminos ni pueblos en los que poder implorar alguna ayuda. Con todo, dedujeron, no había nada que perder, así que el 6 de noviembre de 1940, pertrechados con un par de hachas, cerillas, un cubo, un frasco de tintura de yodo, hilo y agujas y una brújula que un preso les entregó a cambio de uno de sus trajes, Vicente y sus compañeros Juan Salas y José Gironés se lanzaron a la aventura. En un descuido de sus guardianes se apoderaron de los caballos utilizados en el transporte de madera y huyeron a los bosques. Su desesperación era tal que lograron avanzar casi 120 kilómetros a lo largo de dos noches de marcha a través de espesuras cubiertas de nieve, al término de las cuales los animales estaban tan agotados que decidieron sacrificarlos para aprovechar su carne.

Sabían que se les buscaría intensamente, así que decidieron ocultarse en el bosque durante el invierno para reanudar la marcha una vez llegado el buen tiempo. Construyeron una cabaña de ramas y durante varias semanas se limitaron a encender fuego por la noche, alimentándose con la carne de los caballos y algunas bayas que encontraron por ahí. Todo fue bien hasta que un día especialmente gélido decidieron encender fuego durante el día, con la mala fortuna de que el humo de su hoguera fue divisado por el piloto de uno de los pequeños aviones que cubrían la ruta Cutlas-Ijta. El 12 de febrero de 1941 los perros de una patrulla dieron con su paradero. Mordidos y apaleados, tuvieron que caminar durante dos días y medio sin comer ni un bocado hasta un punto desde el que un tren y un camión les devolverían al campamento. Los siguientes diez días los pasaron en un calabozo de castigo, estrecho y desprovisto de techo. Medio muertos por congelación, Salas y Gironés fueron trasladados con rumbo desconocido y Vicente jamás volvería a verlos.

Llegado el mes de julio, sólo y más muerto que vivo, Vicente recibiría en aquel desolado rincón del mundo la noticia de que los alemanes habían invadido la URSS. A partir de entonces el régimen de internamiento se endureció hasta extremos intolerables y los hombres no aptos para el trabajo comenzaron a ser fusilados de forma sistemática. Para el mes de septiembre la salud del aragonés estaba tan resentida que tuvo que ser trasladado al hospital del campo de Petkora, del que se decía que solamente se salía muerto. El “hospital” consistía en unas miserables barracas equipadas con camastros construidos con cuatro tablas. Los cadáveres helados -70.000 sólo en ese primer invierno de guerra- se amontonaban a la espera de que la primavera permitiera enterrarlos. Se salvaría gracias al auxilio de la doctora Rita Marcovicha, una prisionera política de 74 años de edad que había perdido a su marido, dos hijos y dos hermanos a manos de la represión estalinista y que le adoptó como a un hijo.

En julio de 1942 el campo fue disuelto y el traslado del de Abiego a una mina de carbón le libraría de verse involucrado en la rebelión de los campos del área de Vorkuta que al mes siguiente se saldaría con miles de presos masacrados. En su nuevo destino los presos debían talar árboles destinados al servicio de la mina, pero a causa de su estado morían como moscas, incapaces ya de realizar ese esfuerzo. El hambre era tan atroz que se comían hasta la hierba de los campos. Aún peores resultarían ser las faenas de reparación de una tubería, que tendrían que realizar en pleno mes de febrero, con agua a la cintura y completamente desnudos para mantener secos los andrajos que les cubrían. Una pelagra generalizada le enviaría de nuevo al hospital prácticamente desahuciado. Esta vez le debería la vida al doctor Pechanikov, al que conocía de su paso por la cárcel moscovita de Butiskaya, y al jefe del campo, un déspota que le tomó aprecio y le destinó a un taller de vulcanización donde las condiciones de vida eran infinitamente mejores.

Cinco años después, el 29 de enero de 1948, se le comunicó que el Soviet Supremo le había indultado, una magnífica noticia si se obviaba el hecho de que nunca había cometido ninguna clase de delito. La notificación iba acompañada de una orden de destierro forzoso a la ciudad de Samarcanda (Uzbekistán), en el Asia Central. Aunque tenía que pagarse de su propio bolsillo el larguísimo viaje en tren de 7.500 kilómetros y no disponía del más mínimo recurso económico, descubrió que comunicando a la policía en cada escala de su trayecto su condición de desterrado eran los mismos agentes quienes se encargaban de meterle en el primer tren que continuaba viaje.

En Uzbekistán nadie se atrevió a darle trabajo por su condición de deportado y se vio forzado a dormir en una alcantarilla bajo las vías férreas, sobreviviendo de pedir limosna junto a un joven iraní al que conoció en las calles. De vez en cuando los campesinos les proporcionaban algunos alimentos. Juntos comenzaron a planear su fuga a Irán, pese a que sospechaban -como así era- que los servicios de información no le perdían de vista. La idea consistía en hacerse con un avión en el aeródromo del río Sarasans para volar hasta aquel país. Se pusieron en marcha la noche del 10 al 11 enero de 1950, para encontrarse con la sorpresa de que los aparatos carecían de combustible. Pocos días después, Vicente recibió la noticia de que la Cruz Roja le citaba en Moscú porque sus familiares le reclamaban desde Francia. Por desgracia, al poco de llegar a la capital rusa una joven con la que había intimado y que trabajaba para los servicios secretos -pero que le había tomado sincero cariño- le advirtió muy seriamente de que debía andarse con cuidado.

Tal y como se temía, el 20 de abril de 1950 fue detenido a la salida de un teatro y acusado de espionaje por haber conversado con un ciudadano norteamericano en el patio de butacas. En la cárcel de Sujanovska las palizas fueron terribles y sus interrogadores le incomunicaron durante días en un “calabozo de saco” de 60 centímetros de lado con el fin de obligarle a firmar una declaración autoinculpatoria. Por fin, quebrada su resistencia física y moral, acabó por firmar, sin siquiera leerla, una falsa confesión de 246 páginas. El 28 de diciembre fue condenado a otros 10 años de prisión sin que mediase juicio alguno. Por suerte, entrado el mes de enero fue enviado a una fábrica secreta de los alrededores de Moscú donde las condiciones eran bastante buenas y donde se encontró con otros dos españoles, Francisco Ramón Molina y Juan Blasco Cobo, en su misma situación.

Dos años después la noticia de la muerte de Josip Vassiliovitch “Stalin” llenaría de gozo a la plantilla mixta de esclavos y hombres libres y sería abiertamente celebrada. Sin embargo sus penalidades no habían terminado junto con la vida del dictador: Vicente Monclús, uno de los primeros españoles que habían ido a parar a los campos de concentración soviéticos, iba a ser también el último en abandonarlos.


En abril de 1955 fue trasladado al complejo de Mordova, más exactamente al campo nº 11 de los 43 que lo componían, y que aglutinaban a unos 150.000 presos procedentes de multitud de naciones. El 6 de enero de 1956 fue trasladado a la prisión de la Lubianka, en Moscú, donde un juez le confirmó que tras su detención en 1940 los comunistas españoles habían solicitado varias veces que los ocho jóvenes pilotos fueran ejecutados. Allí permanecería hasta que el 23 de marzo de 1956 el Tribunal Militar del Consejo Supremo de la URSS reconociera lo injusto de su persecución legal. Una vez en libertad aún sería enviado durante siete meses a Dniepropetrovsk, donde trabajaría en una fábrica en la que prestaban servicios tres exiliados españoles. Pero ni siquiera entonces le dejarían en paz, pues los comunistas hispanos residentes en la ciudad le hostigarían hasta que finalmente, recuperado el contacto con sus hermanos, en noviembre de 1956 abandonase para siempre la Unión Soviética camino de París, dieciséis años después de haber sido encarcelado por el simple delito de pretender abandonar la URSS para vivir su vida en otro lugar y de un modo diferente. Tres años después, ya establecido en la Argentina de forma definitiva, daría a la imprenta un relato autobiográfico-18 años en la URSS- que constituye, amén de un vibrante testimonio de sus sufrimientos en los campos, un demoledor alegato contra la despiadada sinrazón del estalinismo, capaz de destruir la vida de los más firmes militantes antifascistas por el único crimen de discrepar con sus métodos autoritarios.
Luis Antonio Palacio


Un relato más pormenorizado de la historia de Vicente Monclús y sus compañeros de desventuras en PALACIO PILACÉS, Luis Antonio, Tal vez el día. Aragoneses en la URSS (1937-1977), El exilio y la División Azul, Ed. Comuniter, Zaragoza, 2013.

lunes, 21 de abril de 2014

El Gobierno vuelve a refugiarse en la "tradición" para justificar honores a un miembro de la nazi División Azul


Ignorando a la Ley de Memoria Histórica, el Ministerio de Defensa ha justificado el saludo institucional y entrega de un presente conmemorativo a un veterano militar franquista, un teniente que participó en la División Azul, alegando que respondía a una tradición en el Ejército de Tierra con motivo de las fiestas navideñas. 

Diario Progresista 21/4714
El pasado 17 de diciembre, el jefe de las Fuerzas Pesadas, general Miguel Alcañiz, y el presidente de la Hermandad de Veteranos de Burgos, general Félix González Bueno, acudieron al domicilio del teniente de Infantería Germán Pérez Casado para entregarle un presente conmemorativo por ser el ´soldado´ más veterano de la provincia.

Según consta en la página web del Ministerio de Defensa, el teniente, de 99 años, desarrolló toda su carrera militar durante la dictadura franquista y en la Segunda Guerra Mundial fue componente de la División Azul.

"¿Ser miembro de una división nazi merece reconocimiento?"
Una vez se conoció esta información, el diputado de Amaiur Jon Iñarritu registró una pregunta escrita al Gobierno en el Congreso en la que quería saber "cuál es la razón por la que Defensa homenajea a un militar franquista que, para más ´inri´, fue un voluntario nazi", y si el Ejecutivo considera que "tanto el homenaje en sí como el recordar que esta persona fue miembro de una división nazi es un hecho que merezca algún tipo de reconocimiento".

La formación abertzale también preguntaba si la visita del 17 de diciembre "cumple el cometido fijado por la UE" de "preservar la importancia de los crímenes cometidos por los regímenes totalitarios", y qué medidas tiene previsto tomar el Gobierno para aplicar la Ley de Memoria Histórica en el sentido de "evitar homenajes a regímenes totalitarios o a sus partícipes".

La respuesta que da el Ejecutivo de Mariano Rajoy a todas estas preguntas es que "es tradición del Ejército de Tierra que en algunas localidades de España en las que hay unidades establecidas el militar de mayor empleo", en este caso el jefe de las Fuerzas Pesadas, "visite al militar retirado de mayor edad", que en la provincia de Burgos es el teniente Pérez Casado, "para felicitarle con motivo de la celebración de la Pascua Militar".

Cuando ABC entrevistó a Trotsky, la mano derecha de Lenin

En diciembre de 1917, un mes después de la revolución de octubre, la corresponsal en el Este de Europa Sofía Casanova tuvo un encuentro con el conocido líder revolucionario

Un hombre con escaso atractivo, de espesa melena revolucionaria, y que evita hablar de los temas que verdaderamente importan. Estas son las características que la corresponsal de ABC en el Este de Europa, Sofía Casanova, atribuyó a León Trotsky en diciembre de 1917 tras mantener una entrevista con él, apenas un mes después de que este político hubiera subido al poder del país de manos de Vladimir Lenin a golpe de revolución.

Corrían tiempos tensos para el pueblo ruso cuando Sofía Casanova (con más de 40 veranos a sus espaldas como periodista) se decidió a entrevistar a Trotsky en nombre de un diario con no más de catorce años de recorrido. Por entonces, esta corresponsal se declaraba contraria al comunismo, pero sabía que los sucesos que se acababan de dar en el país bien merecían unas cuantas preguntas al, en aquel tiempo, ministro de Negocios Extranjeros y «el más interesante de los compañeros de Lenin» según sus propias palabras. 

Y es que, en octubre de ese mismo año el país se había convulsionado después de que varios soviets –consejos organizados de trabajadores- hubieran tomado por la fuerza el Palacio de Invierno, sede del gobierno del territorio, y -a base de hoz y algún que otro martillo- hubieran dado el poder a un Consejo de Comisarios del Pueblo liderado por el «tovarich» (camarada, que se diría por aquí) Lenin y sus seguidores. Entre ellos, precisamente, se encontraba Trotsky, un ídolo de la revolución y gran instigador de las movilizaciones de aquel movimiento contra el gobierno establecido. 

Trotski, quien afirmaba que el suyo sería un mandato de igualdad, no dejó, por el contrario, muy buenas sensaciones a Casanova. «No se revela en él ni la voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irremplazable en la Rusia actual, y que no son las circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía», señala la corresponsal en su entrevista.

Con todo, no hay nadie que pueda explicar mejor este encuentro que la propia corresponsal. Para ello, es necesario retroceder nada menos que 97 años hasta una fría tarde de diciembre en la que dos mujeres, una de ellas la periodista, se dirigían con paso calmado hacia el Instituto Smolny, sede del nuevo gobierno de Lenin y Trotsky. El antro, en definitiva, de las bestias –como así tituló su artículo-…
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Cuando hace cuatro días me decidí en secreto de mi familia a ir al Instituto Smolny, una nevada densa y callada caía sobre San Petersburgo. Deseaba y temía ir -¿por qué no confesarlo?- al apartado lugar donde funcionan todas las dependencias del Gobierno popular. Como no me atrevía a ir sola, ni otra persona alguna hubiera querido acompañarme, dije a la fiel gallega, inseparable nuestra en estas penalidades, que viniera conmigo, pero sin descubrirle el objeto de nuestra salida... 

Obscuras las calles, resbaladizas como vidrios enjabonados y completamente solitarias a aquella hora –cinco de la tarde-, tras muchos tumbos hallamos un iswostchik, somnoliento en el pescante del trineo. Extrañado de la dirección que le daba y puesto buen precio a la carrera, atravesamos lobregueces y más lobregueces de barrios extremos, hasta dar en un edificio enorme que sobresale de casucas y callejuelas adyacentes. Entre el portón que da a la calle y el de entrada principal del edificio hay un gran espacio, jardín en otro tiempo donde esperan los automóviles del personal gubernativo. Los guardias de la entrada, paisanos armados, caliéntanse en una hoguera. Me preguntan adónde voy; respondo que voy a ver al comisario Trotsky y me señalan con franco ademán la escalinata. 

Penetro en el edificio, y en la sala contigua a un vestíbulo, donde se desparraman grandes paquetes de papel, veo sentados en torno de una mesa dos marineros, tres soldados y dos jóvenes judías, que escriben. Repito mi demanda de ver a Trotsky -ministro de Negocios Extranjeros, que es el más interesante de los compañeros de Lenin-, y sin más requisitos nos entregan dos pedacillos de papel timbrado con el número del cuarto donde el compañero Trotsky trabaja. Ruego que me indiquen el camino de aquel piso tercero y aquel número 67, y merezco la deferencia a la muchachita judía Sarah Ivanova de que nos conduzca ella misma a los pisos altos. Son muchos los escalones, y a cada uno que subimos auméntase el pánico de Pepa que, aterrados los ojos, el mantillín caído sobre la frente, me dice en gallego cerrado: 
 
-¿A dónde me leva, señora? Mire que aquí nos matan, a canalla está muy armada; a min me tembla o pulso. 

Nos dejó Sarah junto a una puerta, donde la Guardia roja hacía centinela, y mientras pasaban mi tarjeta a Trotsky dialogué con «la canalla muy armada» que allí había. Les había anunciado la judía que éramos españolas, y cuando uno de aquellos proletarios me dijo que había leído cosas de España, y fijándose en Pepa habló con calor de las mujeres de mi país, oíselo apagándose la luz eléctrica y lanzó un grito Pepa, agarrándose a mí espantada. Fue un momento de pintoresca emoción, volvió la luz, se abrió la puerta, y el soldado correcto, que había llevado mi tarjeta, dijo: 

-Les ruego que pasen. 

Atravesamos una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y máquinas de escribir, y a la izquierda; en un gabinete chico, nos esperaba Trotsky. Me rogó que tomara asiento en el único sillón de la estancia, frente a él, junto a una mesa de despacho. Indicó a Pepa el sofá, que completaba el sobrio mobiliario, y con voz agradable se expresó así en francés: 

-Conozco España; es un hermoso país del que tengo buenos recuerdos, aunque la Policía comme de raison me trató mal. He visitado Madrid, Barcelona, Valencia. Mi amigo Pablo Iglesias estaba a la sazón en un Sanatorio; sentí dejar España. 

Nuestra política es la única que puede hacerse al presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas. No hemos de detenernos, ni mis compañeros ni yo, en el camino emprendido. 
 
-¿Pero la actitud de las potencias de la Entente es inquietante?- indiqué. 

Veló con los cansados párpados su aguda mirada Trotsky, y en vano esperé una respuesta o un comentario a mi frase. Conversamos aún, rozando los asuntos, sin ahondar en ellos y con sencillez me dijo al despedirnos: 

-Me alegro haber conocido a usted y por su conducto envío un saludo a España. 

Volvióse a su asiento, y su cabeza se inclinó sobre los documentos allí reunidos.

¿Es simpático Trotsky? No es atractivo. Acentúa su tipo israelita la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a modo de pinceladas mefistofélicas en el rostro cetrino. No se revela en él ni la voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irremplazable en la Rusia actual, y que no son las circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía, sino que es la personalidad de este hombre la que se impone a aquéllas con actos de un plan político desconcertante y trascendental. 

En el antro de las fieras existe menos disparidad entre ellas y aquel que existía en el Palacio de la Duma. En el Instituto Smolny es todo plebeyamente democrático, y los feroces marineros de Kronstadt, confundidos con la guardia roja, no desdicen de los fríos muros, de las salas desamuebladas, donde funcionan como árbitros de San Petersburgo. Impresionan y desasosiegan el Instituto Smolny, y sus moradores, porque es un foco de anarquía y porque la ignorancia y el odio de los antiguos esclavos a todas las clases sociales arma sus manos con el ensañamiento demoledor. 

Al fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo? 
 
Sólo la bandera blanca de la paz, que estos hombres levantan, da el alivio de una esperanza a nuestra angustia de desterrados. ¡La paz!, la paz, y luego... ¿qué ocurrirá en las regiones de Rusia dispersas y sin tradición de independencia? Aquella hoguera llameando sobre la nieve a la entrada del Instituto Smolny me parece un símbolo del porvenir: ¡Incendio en las estepas invernales! 

Sofía CASANOVA San Petersburgo, diciembre 1917
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domingo, 6 de abril de 2014

Homenaje a los Brigadistas Internacionales y a los voluntarios soviéticos (1936-1939)

 
75 años del comienzo del Exilio español. Acto de Conmemoración de la Liberación de Europa. Homenaje a los Brigadistas Internacionales, a los voluntarios soviéticos (1936-1939) y a los españoles republicanos que defendieron la Libertad en Europa (1939-1945)

Convoca: Asociación de Descendientes del Exilio Español
10 de mayo 2014
12:30 horas
Cementerio de Fuencarral
Av. Montecarmelo, S/N
28049 Madrid.

Exposición: "Entre España y Rusia. Recuperando la historia de los Niños de la Guerra" en Madrid

 
Estimados compañeros y compañeras:
 
Una vez más nos ponemos en contacto para compartir con vosotros un nuevo destino de la  exposición “Entre España y Rusia. Recuperando la historia de los Niños de la Guerra”, organizada desde la Universidad de Alcalá y en colaboración con diversas entidades, fruto del proyecto de investigación Entre España y Rusia. Recuperando la historia de los Niños de la Guerra, concedido por el Ministerio de la Presidencia. Debido al carácter itinerante de la misma, ésta ha viajado ya por diferentes puntos de la geografía española (Alcalá de Henares, Salamanca, Murcia y Segovia), donde ha contado con una gran afluencia de público y una buena acogida.
 
Con la presente comunicación os invitamos a visitar la muestra que en esta ocasión será acogida por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid (C/ Tomás y Valiente, 1, Ciudad Universitaria de Cantoblanco, Madrid), donde estará desde el 23 de abril al 5 de mayo de 2014, de lunes a viernes, en horario de 9 a 20 h.

Asimismo, el acto inaugural tendrá lugar el 23 de abril a las 10 h. en la sala de vídeo nº 2 del Módulo IV de la citada facultad, en el que intervendrán:
 
-Pilar Díaz Sánchez y Verónica Sierra Blas (directoras científicas de la muestra)
-Antonio Cascón Dorado (decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM)
-Aurelio Martín Nájera (director del Archivo y de la Biblioteca de la Fundación Pablo Iglesias)  -Antonio Crespo Massieu (poeta y autor del libro Elegía en Portbou).
 
A continuación, se podrá disfrutar de la actuación musical de Elena Nikonorova que interpretará diversas canciones rusas.
 
Esperamos poder contar con vosotros en esta o en la siguiente ocasión y que le deis la máxima difusión a este evento.
 
Un cordial saludo,
 
Verónica Sierra Blas
Directora Científica